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EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA PARA TODOS.

ColumnasEL MATRIMONIO Y LA FAMILIA PARA TODOS.

La iniciativa que presentó el Presidente Enrique Peña Nieto para modificar las regulaciones familiares el pasado 17 de mayo ha generado un verdadero terremoto y exhibido las serias diferencias entre grupos políticos y religiosos, que por cierto no son nuevas, son de larguísima data, y le han costado al país no sólo atraso, sino sangre.

 La Iglesia Católica cuando vino al continente americano lo hizo en plenitud de su poder secular, a ejercer el dominio que sus jerarcas tenían en Europa, en donde ejercían un control absoluto de las instituciones civiles, militares y políticas, y eso marcó el modelo de sociedad y de estado que implantaron, las más de las veces por la fuerza.

Las colonias de ultramar, tanto de España como de Portugal, fueron un inmenso reservorio de riqueza que financió el poderío de monarquías absolutas y crueles, que sin embargo contaban con la bendición de una jerarquía eclesiástica altamente corrompida y metalizada.

Por eso, cuando Napoleón sometió a Europa, los nobles derrotados incendiaron a América con las guerras de independencia; en Latinoamérica el Renacimiento y la Ilustración fueron sólo para minorías casi testimoniales; aquí la independencia fue motivada por las victorias napoleónicas sobre las casas reinantes de milenario abolengo, que ansiosas y temerosas provocaron la insurgencia en nuestros países, nuevamente en medio de un baño de sangre.

El Grito de Independencia del Padre de la Patria pedía larga vida para Su católica majestad Fernando VII, recién echado del trono por José Napoleón, y pocos o ninguno de los derechos sociales y humanos proclamados por la Revolución Francesa tuvieron eco en nuestro naciente país.

El parto de los montes describe a la perfección el resultado de las guerras independentistas, porque lo que obtuvimos es una república mínima y retardada, en la que ha sido un sufrimiento colectivo el lento transitar a estadios de una mínima institucionalidad.

Pero el enemigo más grande, sistemático, consistente, efectivo y poderoso de las libertades sociales y los derechos humanos en toda América Latina no fue el desorden del nacimiento de nuestros países, sino el poder omnímodo de la jerarquía de las iglesias, todas, no sólo la católica.

Una parte de la alta jerarquía eclesiástica mexicana se ha opuesto siempre a todo progreso, y enfáticamente al reconocimiento de los derechos más elementales para las personas; no sólo ha enfrentado históricamente a los poderes públicos, sino que actualmente, al menos la católica, libra una feroz batalla hasta en su propio seno, estorbando y criticando, las más de las veces desobedeciendo abiertamente, a su Santidad el Papa Francisco, un pontífice tolerante, comprensivo e incluyente al que detestan cordialmente.

Esa parte de la jerarquía mexicana ultraconservadora lastima profundamente a la propia Iglesia, pues le impide servir a la gente y extender su membresía; su discurso es de odio, y su método la intolerancia y la mentira.

Soy católico y no tengo simpatía por lo que representa Enrique Peña Nieto; entiendo cabalmente que su iniciativa para establecer y reconocer las nuevas formas de relaciones familiares y humanas es un acto de mera pose, absolutamente insincero y terriblemente oportunista, pero independientemente de esos motivos, ya está a la consideración del legislativo.

Es el momento adecuado para que las leyes de la República garanticen más libertades y protejan más derechos; este es el tiempo correcto para echar de las alcobas a los jerarcas de las iglesias y a los políticos, que cuando prohíben o regulan cuestiones de índole personal olvidan que de lo que se trata es de proteger a los eslabones más débiles de la cadena humana, y no de meterse bajo las sábanas de los demás para fisgonear.

El Estado fue creado para cuidar de las personas, proteger sus derechos, garantizar sus libertades y evitar que las leyes se conviertan en espadas que lastimen, en cercos que limiten o en camisas de fuerza a la razón.

En el intermedio de la enconada discusión entre la jerarquía de las iglesias, el poder público, los grupos de defensa de los derechos civiles, y la sociedad en general, hay varias posturas que aparentan razonabilidad.

Muchos sostienen, sobre todo juristas, que lo que está a debate no son los derechos de las personas, sino el significado y alcance de las instituciones que se modifican, y proponen que se usen otros términos cuando se trate de personas del mismo sexo, en lugar de hablar de matrimonio.

Otras personas desean límites a los matrimonios entre personas del mismo sexo, señaladamente el que no puedan adoptar.

A otros más les basta con que no haya exhibición pública de las parejas así legalizadas.

Aunque parecen apropiadas esas observaciones, no las comparto, porque las personas del mismo sexo que desean casarse no sólo desean el soporte legal a su interdependencia, sino el reconocimiento social a que su conducta es la correcta; desean poder tener una familia que bajo el cobijo de la ley y de la comunidad sea ejemplar, y hacer proclama pública de todo ello.

Los derechos, si son para todos, a nadie lastiman.

Los derechos de las personas no se votan, y desde luego no están sujetos a discusión; lo que sí podemos discutir, y debemos hacerlo, es el detalle de los mecanismos de protección y la efectividad de sus candados; tampoco debemos replantear el papel de las iglesias en la vida social, y el derecho que tenemos a profesar en público nuestra fe, ambas cuestiones pueden coexistir, y es deseable que así sea.

Habla de una elevada integridad moral el hecho de que un grupo humano tan importante como la comunidad de personas lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, travestis, transgéneros e intersexuales LGBTTTI haya elegido caminar por el camino de las instituciones, demandando reformas legales y consenso social en lugar de despreciarlo; la moral y la ética de la comunidad LGBTTTI no es nueva, ni estrambótica, sólo es distinta.

El anhelo de que las leyes de nuestra república protejan todos los derechos de todos es, además, un reclamo justo, que beneficia a todos, y si éste lleva su andadura en forma institucional, es una ejemplo de buenas maneras y de corrección que tanta falta nos hace a los mexicanos.

 

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