Para un torero, morir es tener un día sin suerte, pero no para Rodolfo Rodríguez, “El Pana”, quien falleció el día jueves a las 18:45 en el Hospital Civil de Guadalajara.
La muerte fue su victoria. No por esperada, menos cruel. Todo se torció el pasado 1 de mayo, cuando el destino cruzó con él en una plaza de Durango. El segundo toro, de nombre Pan francés, le embistió. El Pana voló y, en su caída, quedaron fulminados 37 años de penas y arena.
De la plaza salió quebrado. Los médicos le diagnosticaron una lesión cervical severa con fractura de tres cuerpos vertebrales. Se le practicó una traqueotomía, se intentó restablecer el impulso neuronal. Pero nada se logró. El torero quedó tetrapléjico. Para siempre. Consciente de ello, a través de señas y susurros comunicó a parientes y médicos su deseo de morir.
Los facultativos, sabedores de que su vida pendía de un hilo, decidieron evitar el encarnizamiento terapéutico. A los pocos días, cuando vislumbraron una mejoría, lo sacaron de la Unidad de Cuidados Intensivos. “Permaneció estable una semana, pero esta mañana su salud se deterioró súbitamente, se quedó triste”, explicó a EL PAÍS el director del hospital, Francisco Martín Preciado Figueroa.
Con su muerte, se cierra un capítulo lunar de la historia del toreo mexicano. Excesivo y canalla, El Pana fue un matador de arrabal. Le gustaba llegar en calesas rosas a las plazas, lucir coleta decimonónica y fumar habanos gruesos como brazos. El ritual no iba con él. Tampoco la genuflexión. Había conocido el hambre y la cárcel, también el embrujo del alcohol. Antes de empuñar la espada, fue sepulturero, vendedor de gelatinas y hasta panadero (de ahí su mote). Los entendidos le daban la espalda; los cosos de postín le repudiaban. Era una figura triste y casi cómica en un país de imposible explicación.
Dueño de un estilo teatral, la gloria siempre se le mostró esquiva. Lo más cerca que pasó fue cuando, en busca de algún dinero, decidió organizar su despedida. Ocurrió el 7 de enero de 2007, en la Monumental de México. Ante decenas de miles de aficionados, en una corrida televisada, rompió con el protocolo que tanto odiaba y, frente a la multitud boquiabierta, brindó por “las putas, las mujeres de tacón dorado y pico colorado”. Para ellas pidió, en esa tarde de despecho, la bendición de Dios. “Ellas saciaron mi hambre y me dieron protección en sus pechos y muslos, ellas acompañaron mi soledad”, clamó. Poco importaron luego los dos toros. Había alcanzado la fama. Pero esta se apagó como el día y, pese a seguir toreando y ser la espada con más años del país, no volvió a visitarle hasta que el pasado 1 de mayo, negra y torcida, le sacó roto de la plaza de Durango.