Por: Javier Díaz Brassetti.
– ¿Cómo se llama tu papá?.. Pedro… ¿Y tu mamá?.. Germán…
– ¿Y ora, qué te pasó en la cara?.. Es un tatuaje.. ¿Pero?.. de la intimidad de mi novio…
– ¡No te duermas!.. Psss es que para inspirarme me di un toque…
– Riiing, Riiing,.. ¿Quién?… Cristo en persona te trae un mensaje…
– Ése es el carril confinado a los autos… ¿Y para motos y bicis?… Todos los demás…
– ¿Otro aborto?.. A usted qué, puedo ¿o no?..
Estos son sólo mínimos ejemplos de la manifestación cotidiana de usos y costumbres que van construyendo la vida de cientos de minorías en el país.
Pero hay también otra clase de minorías, aquellas que en lo oscurito generan corrientes de opinión con fines comerciales, electorales, y que de manera sistemática van imponiendo conforme a sus intereses, como convenga, el eco de usos y costumbres bien de otras minorías, bien de la mayoría.
La ideología liberal pondera por encima de todo principio la libertad con que cuenta cada individuo para hacer aquello que considera lo mejor para sí mismo. En este contexto la tendencia indica que pronto seremos, unos más o unos menos, 117 millones de minorías.
Murió Juan Gabriel y lo lamentamos todos, claro, menos un pequeño grupo que tuvo voz en la pluma del multifacético Nicolás Alvarado. El exdirector de TV UNAM se atrevió a contrariar a la mayoría y fue quemado vivo incluso por quienes opinaban lo mismo.
Está corriendo la misma suerte el Cardenal Rivera pues la furibunda reacción de los medios en contra de las marchas pro-familia apoyadas por el arzobispado, ya lo acusan, entre muchos otros delitos, de senil, retrógrado y obtuso.
Y, cuidado el que se atreva a decir que Trump tiene siquiera razón en alguna de sus propuestas de campaña o que el Presidente Peña Nieto hizo lo conveniente al invitarlo, porque no sólo es políticamente incorrecto sino candidato oficial a perder la chamba.
Como convenga, no cuenta la minoría cuando expresa una opinión contraria a otra minoría con recursos; como convenga, no cuenta la mayoría cuando contraviene al poderoso propósito de unos cuantos.
Aunque no lo parezca, en este juego de intereses participan cuatro pilares que sostienen al Estado moderno y la civilidad humana en conjunto, fundamentos que permiten la supervivencia y la convivencia, cuatro columnas a las que alude el extinto politólogo italiano Norberto Bobbio en su obra el Futuro de la Democracia: Democracia, Derecho, Razón y Paz.
No nos resulta ajeno aquello de que antes de cualquier derecho está el derecho a tener derecho y para poderlo ejercer la humanidad ha luchado milenios hasta llegar a un punto de acuerdo, a un contrato social: el sistema que se acerca a garantizar este fundamento. el derecho a tener derecho, se denomina Democracia.
En una suerte de balanza alternante, la Democracia incluye y excluye: todos los ciudadanos somos tomados en cuenta, pero por encimas de cualquier propuesta, iniciativa o proyecto, se pondera aquello en lo que la mayoría ha quedado de acuerdo.
Someterse pues a la voluntad de la mayoría debiera ser, si no lo es, una regla de oro para las sociedades democráticas. Esto desde luego excluye, no obstante las ideologías liberales, un buen número de propuestas, iniciativas y proyectos voluntad de las minorías.
Ejemplos sobran para ilustrar qué ocurre en países como Francia, Inglaterra, Holanda o Chile cuando se suscitan diferencias entre la voluntad de la mayoría y la de aquellos grupos que no queriéndose asumir como sometidos, pugnan por someter a la mayoría reclamando sus propios derechos.
Todos hemos visto imágenes que van desde tanquetas que disuelven manifestaciones con chorros de agua hasta soberanas golpizas, pasando por explosiones de gases lacrimógenos. El Estado se hace presente, no obstante la moral liberal, en representación de las mayorías, empleando medios extremos que nadie puede desear, para mantener el status de ley y de derecho.
Y es que puede existir ley sin Democracia, pero no Democracia sin ley, el Derecho constituido debe garantizar una Democracia funcional en la que, ni modo, cabemos todos, pero debemos estar sometidos a la voluntad superior de la mayoría.
La Democracia es una oferta que debe garantizar el que todos podamos pensar y expresarnos, pero de ninguna manera garantiza el que a todos se nos haga caso, se nos tome en cuenta. El voto de la mayoría confiere a un grupo determinado no sólo el derecho de hacer cumplir la Ley sino también la razón para conseguirlo.
Para opinar todos tenemos derecho, lo que no nos exime de la obligación razonable de cumplir con la ley. La paz está en riesgo cuando quienes representan a la mayoría, tal vez con buena intención, suponen que las voces de las minorías deben ser no sólo escuchadas sino dotadas de presupuesto también.
Si mi voto no sirve para hacer valer mi voluntad, ¿para qué voto? Una sociedad democrática habla, discute, expresa, vive en su casa y en su intimidad como le parece y asume la limitación de vivir en sociedad de acuerdo con aquello que promueve el bien común y aprobó la mayoría.
Si una encuesta nacional, publicada por El Universal en diciembre de 2013, arroja que 8 de cada 10 mexicanos somos católicos, ¿a qué le juegas peleándote con la mayoría? Un Estado de derecho en el que impera la razón y que busca la paz, escucha a las minorías, pero está consciente que no puede hacer de sus reclamos una ley.
Las parejas del mismo sexo, quienes se tatúan, quienes se drogan, los Testigos de Jehová, los motociclistas y los ciclistas, las mujeres que abortan tienen el legítimo derecho en una sociedad democrática de decir, hacer y vivir su vida como les parezca, pero mientras se trate de minorías en una sociedad democrática, tendrán que asumirse a los usos, costumbres, tradiciones y moral social de las mayorías.
Ni Mancera ni Peña Nieto lo van entendiendo, ni TELEVISA ni Azteca lo comprenden: todos tenemos derecho, pero no todos podemos estar amparados por la ley. Cuando la ley responde a la voluntad de una minoría por encima de la mayoría, cuando es omisa a una mayoría, se violenta la razón y la paz social se vuelve inalcanzable.