Por: Leonel Serrato Sánchez
Analista Político
Recientemente el Presidente Enrique Peña Nieto promulgó un conjunto de leyes federales que constituyen lo que han dado en llamar el Sistema Anticorrupción.
Desde luego que cualquier disposición legal que tenga por objeto erradicar el cáncer de la corrupción en nuestro país son bienvenidas, porque son necesarias; hay que reconocer y aplaudir que ya existe un marco normativo que tiene por lo menos esa aspiración.
Pero llegan tarde, de a poco, y ya inservibles.
Con una ligera tropicalización, me sirve de título a esta colaboración la célebre frase de James Carville, asesor de Bill Clinton en su existosa campaña presidencial en 1992, con la que pretendió llamar la atención sobre el tema que él consideraba esencial para el pueblo estadounidense, y la traigo a colación para hacer lo mismo sobre los esfuerzos de los políticos mexicanos en torno a la corrupción.
En sí misma la corrupción es un síntoma, desde luego la enfermedad es más grave, pero resulta tan chocante y tan escandalosa que hace sombra al verdadero gran problema nacional.
En nuestro país las cosas malas suceden porque tienen todo el espacio del mundo para que ello tenga lugar; hay miles y miles de homicidios en nuestras calles porque los asesinos pueden hacerlo tranquilamente; hay cientos de miles de millones de pesos en pérdidas del dinero público y privado vía fraudes y robos descarados porque los ladrones y defraudadores pueden hacerlo sin tanto aspaviento; hay discriminación abierta y sin elegancia alguna porque los que odian la diferencia tienen vía libre para hacerlo.
La delincuencia mexicana opera a sus anchas, sin molestia alguna y con un porcentaje de éxito sobrecogedor, los malos ganan todas las partidas, y las personas buenas son sus víctimas propiciatorias, una inconciente y macabra forma de clamar a los dioses de la sangre que se detengan.
La sociedad mexicana –y en general la de consumo– tiene en su propio seno todos los elementos culturales para generar por sí misma los peores actos de violencia y desenfreno, no hace falta la existencia de geniales criminales, pero como además los hay, el caldo resultante es denso y terrible.
Los humanos no nacemos con un gen criminal, tampoco con uno tendiente al ejercicio de las virtudes, en el mejor de los casos todas éstas son teologales, e iniciamos su ejercicio cuando entramos en la edad de la razón.
No hay niñas ni niños malos, como no los hay buenos cual pan de dulce, los niños son todos curiosos, y cuentan con la característica humana por definicion, es decir son inteligentes; dicho de otra forma, tenemos la capacidad de aprender y usar lo aprendido siempre que nos genere un beneficio.
Si nuestro sistema social premia lo más hermoso, lo más fuerte, lo más rápido, lo instantáneo, lo más costoso, lo más provechoso materialmente, y enseña que el placer es el fin último de existir, pues entonces tenemos una suma perfectamente diabólica: un hedonismo criminal.
No se crea que sólo en México eso ocurre, claro que no, sobran los ejemplos de lo mismo en los más dispares rincones del mundo, en sociedades pobres y en las más ricas, pero sólo en las primeras se queda implantanda esa huella como algo indeleble en el alma de la gente, en las segundas son excepciones claramente identificables.
Por eso en los países pobres parece tener más posibilidades de florecer la violencia y la corrupción, pero el secreto no está en los recursos de los que dispone cada sociedad, salvo uno: la educación.
Con absoluta certeza podemos decir que en las naciones más desarrollas del planeta hay crimen, hay corrupción, y hay pobreza extrema, y entonces ¿por qué no parecen quebrarse sus regímenes políticos y económicos, y a cada embate de esos flagelos resultan fortalecidos?
La razón es de una sencillez que a primera vista parece muy complicada: se trata de que en tales espacios humanos no hay impunidad, no hay crimen sin castigo, no hay maldad sin reproche, no hay corrupción sin repulsa.
Si la inteligencia humana parece decantarse por la maldad, es ella misma la que le pone freno.
Nada más aleccionador y con una impronta tan profunda como el ejemplo; sin el ejemplo pueden haber miles y miles de palabras puestas en otros tantos pliegos de papel y promulgaciones solemnes y pomposas, y serán sólo palabras huecas, vacías de todo contenido real, esencialmente inútiles y profundamente generadoras de rencor en la comunidad.
Si cumplir la ley no trae beneficio alguno, y por el contrario violarla me convierte en un ser admirable, poco más hay qué decir, será cuestión de tiempo en que hasta el divino Job se vuelva contra el cielo y clame por la destrucción de Dios.
Así, el único camino para la renovación moral de la sociedad mexicana no pasa por la existencia de nuevos ordenamientos legales, ni por el debate continuo para encontrar redacciones más afortunadas para tal o cual figura legal ya existente; el derrotero es un permanente esfuerzo por materializar a la Justicia, usando el legítimo mazo de la fuerza de toda la sociedad de la que es depositario acotado el Estado y sus órganos indispensables.
No existe libertad más grande que la que está limitada en función del bienestar propio y el de los demás.
Así, el sistema anticorrupción recién presentado está condenado indefectiblemente al fracaso, pero no porque la intención y el fin sean malos, sino porque la corrupción no es el problema en sí mismo, sino uno de sus lamentables e insufribles efectos.
La fiebre le indica al médico el síntoma de una infección, y cualquier profesional médico sabe que si bien hay que paliar el síntoma de forma inmediata, lo que debe combatirse de fondo es la enfermedad, o la temperatura volverá, y cada vez más intensa.
Si no se acaba la impunidad, que es el verdadero problema, no hay sistema que valga; el crimen debe pagar muy mal a quien lo cometa, el que quiere ser delincuente debe saber y estar seguro de que será castigado con enorme rigor, porque si no va a hacerse algo así de radical, el Estado es una broma, y los gobernantes un mal chiste.